En Buçaco (por el centro de Portugal) hay un antiguo monasterio manuelino, en la actualidad un hotel extraordinario, que se desdobla en el estanque las tardes mansas de agosto. Hay un bosque plantado artificalmente por los monjes que antaño residían allí, y por el que la luz se filtra a ráfagas a través de la frondosidad de los árboles. Hay montones de silencio, de un silencio verde, perfumado y ligero. Hay una cruz a lo alto de la colina desde donde puede verse buena parte del país. En Buçaco uno llega a percibir algo que, por lo menos en mi caso, se percibe en muy pocos sitios (muchos de ellos, en Portugal): una sensación inexplicable y liviana de bienestar, un bienestar a la vez alegre y nostálgico.
jueves, 11 de octubre de 2007
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