miércoles, 18 de mayo de 2011

El último partido de la Unió Esportiva Lleida

Afición del Lleida en el campo de L'Hospitalet. Mayo de 2011.
(Foto: Isaías Fanlo.)

Aquella tarde de primavera tuve una visión que me abrió los ojos. Por aquel entonces yo era un chaval de diez años, quizá once, y todavía poco despierto. Pero el momento lo recuerdo perfectamente: habíamos ido a comer a casa de mis tíos, que se acababan de trasladar a una nueva casa, en un nuevo barrio de la ciudad. Un noveno piso. Al acabar de comer, mientras los adultos tomaban café, fui a inspeccionar aquella casa que pisaba por primera vez, llena de rincones y cuartos desconocidos. Pasé por el comedor, por las habitaciones, por una pequeña salita, y jugué con dos espejos enfrentados en el recibidor que multiplicaban mi reflejo hasta el infinito.

Al cabo de un rato, me di cuenta de que la casa tenía un balcón. Y afuera, se empezaba a escuchar ruido. Así que, como el niño curioso que todavía era, decidí abrir la puerta y echar un vistazo a lo que ocurría. Al asomarme, me quedé perplejo: lo que tenía delante era un campo de fútbol, pequeñito (aunque a mí entonces me pareció enorme), en el que veintidós jugadores estaban jugando a fútbol observados por unos pocos miles de personas.

En ese momento, mi padre, que habría escuchado como abría la puerta del balcón, me puso la mano en el hombro.
-Papá, ¿qué es esto?
-Es el Camp d'Esports -respondió-. El estadio del Lleida.
-¿El Lleida? -pregunté, incrédulo. Hasta entonces, para mí el fútbol era el deporte que jugaban algunos niños en el patio (yo jugaba a baloncesto) y que se practicaba profesionalmente en un lugar lejano y casi mítico, Barcelona, donde (según me habían explicado) se podía vivir en la misma calle que una persona y no conocerla y donde existía un tren subterráneo que unía la ciudad. Pura ciencia ficción.

Esa fue mi primera vivencia de fútbol leridano y, por ende, del llamado infrafútbol, es decir, de las categorías inferiores del deporte rey. Yo me quedé embelesado viendo, desde aquel noveno piso, los minúsculos jugadores, entre los que destacaba un joven Emilio Amavisca, y decidí que me haría del Lleida. Al año siguiente, con el club en Segunda División, empecé a ir a todos los partidos, con amigos. Las entradas costaban 400 pesetas, pero valía la pena desprenderse de la paga semanal: se veía buen fútbol. El Lleida jugaba bien, el Camp d'Esports poco a poco se iba llenando, los resultados acompañaban y el sueño de subir a Primera División, algo poco menos que impensable, empezaba a hacerse realidad.

Y vaya si se hizo: el 5 de junio de 1993, y en un Camp d'Esports lleno hasta la bandera, el Lleida derrotó al Badajoz por 3 goles a 0 y materializó el ascenso a Primera a cuatro jornadas del final, superando a equipos que en principio eran favoritos, como el Valladolid, el Racing o el Mallorca. Y se plantó en la categoría de oro. "El año que viene ganaremos al Barça y al Madrid", dijo, eufórico, Miquel Rubio, el capitán del equipo, en los discursos de celebración.

El sueño se convirtió en realidad, y las palabras de Rubio funcionaron como una profecía: se ganó en el Camp Nou, al mismísimo dream team de Romario, Laudrup, Guardiola, Koeman o Stoichkov con un gol de Jaime Quesada en el minuto 86, y se ganó al Real Madrid en el Camp d'Esports, con goles de Popeye Parés y de Soren Andersen tras una falta brutal de Gustavo Matosas. Pero no fue suficiente para mantenerse. De poca cosa sirvió ser el primer equipo que ganaba en Anoeta como visitante (1-3), o la victoria en Valladolid por 1-2 que nos sacaba de la zona de descenso cuando faltaba poco para acabar la temporada: el equipo volvió a segunda en la última jornada tras perder en el campo del Racing, mientras escuchaba por la radio que Celta y Valladolid empataban a 0-0 (el empate les favorecía a ambos y la afición gritaba "que se besen, que se besen"). Aquella fue la primera vez que lloré por un partido de fútbol.

Evidentemente, han pasado muchos años. Tantos, que el bonito cuento de la Unió Esportiva Lleida está a punto de acabarse. O de poner un punto y aparte, si se quiere: el club, a causa del endeudamiento que arrastra, va a tener que refundarse, después de haberse quedado a las puertas del play-off de ascenso a Segunda División "A". Ya han quedado atrás momentos emocionantes como los descritos, la promoción agónica contra el Sporting de Gijón en 1995 (2-2 en el Camp d'Esports y un 3-2 dramático en El Molinón), el buen fútbol de finales de los 90 y principios del 2000...

Ahora toca lo mismo que han tenido que hacer muchos clubes históricos del fútbol español, como el Burgos, el Málaga o el Almería. Empezar de cero. Algunos con más suerte, otros con menos. El pasado fin de semana, unos cientos de aficionados nos enfundamos la camiseta azul y nos dirigimos al campo de L'Hospitalet, donde la Unió Esportiva Lleida jugó el que quizás fue su último partido oficial con este nombre. El resultado, un empate a cero, fue lo de menos. Lo importante era despedir como correspondía a este equipo. Y cuando, al final del partido, la afición cantó el himno a cappella, bufandas al aire, tuve que hacer un esfuerzo, con un nudo en la garganta y emocionado, para que no me cayeran las lágrimas. Porque aquel era, también, el final de un capítulo de mi vida.

domingo, 15 de mayo de 2011

Luces

Luces, Stuttgart, 2011.
(Foto: Isaías Fanlo.)

Muchísimo tiempo, demasiado, sin postear aquí. Estoy teniendo algunos problemas con el procesamiento de fotos en el ordenador (debe de estar saturado), y cada foto me cuesta horrores...

Cuelgo esta foto, tomada la semana pasada en Stuttgart, en el Museo de Arte Moderno, donde tenían unos impresionantes cuadros de Otto Dix.

Como BSO, Hurts, que le dedican una canción a un día de la semana como el de hoy...