Marsella, 2013. (Foto: Isaías Fanlo.)
A mí la Provenza me acaba llevando siempre a Marsella. La electricidad de su caótica capital siempre me ha atraído. Desde que a los 10 años empecé a leer sobre un equipo de fútbol que se llamaba Olympique de Marsella, que tenía jugadores como Jean-Pierre Papin, Enzo Francescoli o George Waddle. Y que vestía como el Lleida pero con los colores invertidos. Marsella era como si en Barcelona nunca hubieran sucedido unas olimpiadas y como si estuviera situada en la costa de Argelia. Dura, inclemente, blanca y viril. Y con el mistral dando latigazos 100 días al año. Prácticamente sin turismo, con una cultura popular efervescente. Le vieux-port, Notre Dame de La Garde, Le Panier, el Velodrome, Jean-Claude Izzo, el pastis en el Cafè de la Marine...
Es por eso que siempre, en algún momento de los viajes, acabo cambiando los campos de vid y de lavanda, los bosques, los pueblecitos de piedra escarpados en alguna colina, por el urbanismo inclemente de Marsella. Imposible no caer en la tentación de sentir la furia de esa ciudad eléctrica. Y cuando andas por marsella, tiene que sonar la música raï, el rap, el hip-hop. África-Francia. El Mediterráneo canalla. En algún momento del viaje tienen que sonar MC Solaar o Khaled. Esta canción, 'Oran Marseille', evidentemente, nunca falla.
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