Mis abuelas. Lleida, 2011. (Foto: Isaías Fanlo.)
Hace unas semanas nos dejó mi abuela Carmen, la padrina, la pitanya, o como ella, modesta pero inevitablemente coqueta, quería que la llamáramos: sencillamente "la Carme". "A mi no em diguis padrina, que em fas més gran! I jo sóc jove!", me había dicho cada vez que intentaba acompañar su nombre con el rango de parentesco que nos unía. Me lo dijo cuando estaba en la década de los sesenta, de los setenta y de los ochenta años. Y lo cierto es que, aunque el tiempo iba añadiendo días, semanas, meses y años al cómputo global de su edad, fue joven hasta el final.
Cuando alguien se muere, es tradición recordar (o inventarse) todas las virtudes que tenía. Con mi abuela no hay que inventar absolutamente nada. Carme era la persona más buena que he conocido en mi vida. Tengo esta certeza ahora, pero la he tenido desde que era un niño y la veía trabajar cada día de la semana para los demás. Las personas conocemos los días laborables y los días festivos, el trabajo y el descanso. Pero ella siempre decía que "els pobres no deixen de ser pobres els caps de setmana", y por eso no había día que no lo dedicara a hacer que los más desgraciados fueran menos desgraciados, a hacer de este mundo un lugar algo mejor. Donde los demás éramos incapaces de llegar, ella llegaba: limpiaba las casas de ancianos abandonados en las que nadie se atrevía a entrar por la cantidad de suciedad acumulada; echaba a las ratas, ordenaba, quitaba el polvo de lugares imposibles, cambiaba de ropa a ancianos meados desde hacía días, y lo hacía todo con una sonrisa. En esa sonrisa estaba la clave de todo: si la gente la quería porque era capaz de hacer todas estas cosas por los demás, la gente la adoraba porque lo hacía como si, más que hacerle un favor a estas personas, se lo estuviera haciendo a sí misma.
La pitanya siempre fue lo que se dice un cul inquiet. No podía estar parada. Siempre tenía que hacer cosas buenas, para los demás y para los suyos. Salvo un breve, pero decisivo, periodo de tiempo en Francia huyendo de los desastres de la guerra, todo este bien lo hizo en Lleida. Le gustaba recordar canciones francesas, momentos de la infancia en los que había sido feliz (otra de sus virtudes: transformar en buenos recuerdos instantes que otros hubieran olvidado). Después, los hijos y los nietos. Yo fui el nieto mayor y tuve la suerte enorme de tener una relación muy especial con ella. Compartíamos el mismo sentido del humor; éramos capaces de entendernos con una mirada o con un gesto. Y si bien ella siempre fue capaz de querer a todo el mundo (es la única persona que conozco capaz de ser buena sin excepciones; yo me siento incapaz de algo así con gente que haya podido portarse mal conmigo o con los míos), todavía encontró la manera de querer más a su familia. Su reacción cuando salí del armario fue inmediatamente positiva pese a que su religión no se lo puso fácil para aceptarlo, pero su amor podía con cualquier prejuicio. Mi último recuerdo con ella, fuera del hospital, es la comida familiar después de correr el medio maratón de Lleida: mis padres, las dos abuelas, mi hermana, su novio, y un servidor con su novio. Todo natural, todo bien. No puedo tener un último recuerdo mejor que éste. El nieto había conseguido tirar adelante un reto personal y lo estábamos celebrando, pero aquella también fue, sin saberlo, una comida de despedida. Luego vino el hospital, que ella aguantó con toda la fuerza y el buen humor. Pudimos decirnos todo lo que queríamos decirnos, pudimos acompañarla, y estuvimos con ella hasta que su enorme corazón dijo basta. Yo no sé si existe un cielo o una recompensa, pero si existe, ella está allí, sin ningún tipo de duda.
Y lo cierto es que han sido unos días de tristeza profunda, de aprender que no voy a volver a verla, que no vamos a poder reírnos juntos de cualquiera de las miles de tonterías que nos decíamos, que no voy a poder levantarla al vuelo como solía hacer mientras ella me reprimía con un "Baixa'm!, que em faràs mal!", pero a la vez era incapaz de disimular una sonrisa; que no vamos a revisar fotos nunca más, y que ya no voy a poder escuchar historias sobre los sitios que visitó, sobre la gente que conoció, sobre Artesa de Lleida, el pueblo en el que nació. Pero aún así, no puedo dejar de mitigar esta tristeza con una extraña alegría. Porque he sido uno de los privilegiados que ha podido tenerla cerca durante años. Porque con ella he crecido y he compartido centenares de miles de momentos que quedan guardados siempre en la cajita de los aprendizajes las emergencias emocionales. Porque muchos de los actos mejores que he podido ver en esta vida, en lo que a calidad humana se refiere, los he podido ver a través de su ejemplo. Porque muchas de las cosas buenas que he intentado (y que intentaré) hacer en esta vida han sido mirándome a través de su espejo. La tristeza se ha vuelto gratitud por haber podido jugar un papel epicéntrico en la vida de una persona como ella, y por haberla tenido en la mía. Esto es lo que me llevo de ella, y lo que me quedará siempre, y para siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario